Aún me dura la anestesia que ayer supuso en mi alma el toreo de Morante en Las Ventas. Qué misterio tan grande es este arte que cuanto más tiempo pasa, más me sorprende. Y eso que el espectáculo lo ví por televisión, si llego a estar allí no sé que me hubiera pasado. No puedo borrar de mi mente ese cuarto lance por el pitón izquierdo, ni aquella media a pies juntos, con las plantas atornilladas en la arena, mentón en el pecho y riñones arrebujados con el percal. Qué explosión de belleza, qué suavidad en los lances, qué largura infinita del toreo eterno del de La Puebla. El milagro se produjo cuando parecía que todo estaba perdido, en una tarde a la deriva debido a la excesiva dulzura de unos “Juanpedros” que parecían de cristal de Bohemia. Fue un lance en los medios, cuando nadie lo esperaba, el que caló de lleno en lo más profundo de cada una de las 24.000 personas allí presentes y de las otras miles que nos encontrábamos al otro lado del televisor. Los pitos se tornaron en un silencio maestrante, sólo faltaban los vencejos sobrevolando el cielo para que aquello fuera el coso del Baratillo en alguna de aquellas tardes de olor a Romero. Precisamente el faraón fue, antes de lo de ayer, el único que había conseguido emocionarme de verdad viendo torear a través de una pantalla de plasma.
Fue un 21 de mayo cuando corroboré que la grandeza del toreo reside en que un solo lance es capaz de compensar muchos días de aburrimiento en el corazón del aficionado. Verónicas, medias y chicuelinas que quedarán marcadas a fuego en mi recuerdo durante años y que traspasan la línea de lo tangible para entrar en el campo de lo metafísico. Unos sentimientos inenarrables, una tarde de mayo abocada, en principio, al fracaso pero que gracias a un sevillano bohemio pasará a la historia del toreo. En este caso, el premio de una oreja -que de no ser por el acero hubieran sido dos- pasa a un segundo plano, quedó en pura anécdota. Qué bonito es ver torear bien. Qué pedazo de torero es este Morante que ha conseguido hacerme soñar despierto gracias a su forma de crear arte, verdadero aliciente que alimenta el espíritu del aficionado.
Fue un 21 de mayo cuando corroboré que la grandeza del toreo reside en que un solo lance es capaz de compensar muchos días de aburrimiento en el corazón del aficionado. Verónicas, medias y chicuelinas que quedarán marcadas a fuego en mi recuerdo durante años y que traspasan la línea de lo tangible para entrar en el campo de lo metafísico. Unos sentimientos inenarrables, una tarde de mayo abocada, en principio, al fracaso pero que gracias a un sevillano bohemio pasará a la historia del toreo. En este caso, el premio de una oreja -que de no ser por el acero hubieran sido dos- pasa a un segundo plano, quedó en pura anécdota. Qué bonito es ver torear bien. Qué pedazo de torero es este Morante que ha conseguido hacerme soñar despierto gracias a su forma de crear arte, verdadero aliciente que alimenta el espíritu del aficionado.
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